
El caso del menor de 12 años que robó 63 tablets de su escuela rural en Cusco es mucho más que una simple historia de delito juvenil. Es el reflejo de una realidad profunda y compleja en el Perú: la brecha educativa, la vulnerabilidad infantil y el abandono institucional.
Resulta impactante que un niño, aún en plena etapa de desarrollo moral, haya tomado la decisión de sustraer equipos diseñados para mejorar su propia educación. Sin embargo, más allá del hecho mismo, surgen preguntas inquietantes: ¿qué lleva a un menor a cometer un robo de tal magnitud? ¿Qué le enseñó la vida para que creyera que podía hacerlo sin consecuencias?
El contexto nos da pistas. Ocurrió en Accha, una comunidad campesina del distrito de Colquepata, en Paucartambo, una de las provincias cusqueñas donde las carencias son pan de cada día. El acceso a tecnología y educación de calidad sigue siendo un privilegio más que un derecho garantizado. En ese entorno, los dispositivos tecnológicos son valiosos no solo en términos educativos, sino también económicos. Para algunos niños y familias, representan más una oportunidad de supervivencia que de aprendizaje.
En esta historia, también emerge un acto de integridad. El padre del menor, al descubrir los dispositivos, no los ocultó ni justificó la acción de su hijo. En un acto que seguramente le causó dolor, lo entregó a la Policía, enviando un mensaje claro sobre la responsabilidad y las consecuencias de los actos. Sin embargo, cabe preguntarnos si este niño, más que un castigo, no necesita una guía, un apoyo, una segunda oportunidad.
El Estado, en cambio, muestra sus falencias. ¿Cómo es posible que en una escuela rural con tantos equipos tecnológicos no exista una mínima seguridad? ¿Cuántas otras instituciones educativas en zonas alejadas se encuentran en la misma situación? Y más importante aún, ¿qué está haciendo el sistema para garantizar que los niños en contextos vulnerables tengan oportunidades reales para elegir un futuro mejor?
Este caso no debería ser tratado solo como una nota policial. Es una llamada de atención sobre lo que está fallando en nuestra sociedad. Un niño de 12 años no es un criminal en potencia, es el reflejo de un entorno que, si no se atiende, seguirá reproduciendo desigualdad y desesperanza. En vez de preguntarnos únicamente cómo castigar, deberíamos preguntarnos cómo prevenir. ¿Queremos educar ciudadanos o solo reaccionar cuando los problemas explotan?
Hoy es un niño robando tablets. Si no cambiamos el rumbo, mañana serán generaciones enteras robadas de su futuro.
Reporte Konchucos