
Ya son once días de protesta ininterrumpida. Once días en los que hombres, mujeres y ancianos de la Comunidad Campesina de Antahuran y Atupa han tomado las calles, las faldas de los cerros, y las frías noches andinas para exigir lo más básico: agua.
El manantial Yarcok, fuente ancestral de vida y subsistencia, ha desaparecido. Y los comuneros no tienen dudas: señalan directamente a la empresa minera BARRICK Misquichillca como responsable.
Las imágenes son desgarradoras. Personas de la tercera edad duermen sobre cartones, envueltos apenas en mantas, soportando temperaturas que pocos podrían resistir. Lo hacen por algo que muchos dan por sentado: el derecho al agua. Mientras tanto, la empresa guarda silencio, como si su gigantesca maquinaria pudiera enterrar también la dignidad de un pueblo.
Lo más indignante no es solo la desaparición del manantial, sino la actitud cómplice del silencio. La minera Barrick, con millonarias operaciones en la región, no ha dado respuestas claras ni soluciones. La indiferencia con la que tratan las demandas de la comunidad es inaceptable. Si sus operaciones han afectado el ecosistema, es su deber reparar el daño, no esconderlo tras comunicados ambiguos o burocracias estériles.
Un pueblo que se niega a morir de sed
La protesta de Antahuran y Atupa es más que una manifestación: es un grito de supervivencia. Es la defensa de la vida frente a un modelo extractivista que, cuando no se controla, arrasa con todo. Hoy es Yarcok, mañana puede ser cualquier otra fuente de agua.
Las autoridades deben dejar de mirar hacia otro lado. El Estado no puede ser cómplice por omisión. La vida campesina, la cultura y los derechos de los pueblos originarios no pueden seguir siendo sacrificados en nombre del “desarrollo”.
